COLOMBIA. - ( AGENCIALAVOZ.COM ) La increíble historia del cabo primero del Ejército William Pérez Medina, quien salvó las vidas de Íngrid Betancourt y de varios de sus compañeros. “Una cucharadita por Melanie. Una cucharadita por Lorenzo.
Una cucharadita por su mamá…”, de esta manera, con ternura y paciencia, el cabo primero William Humberto Pérez Medina inició el tratamiento que hace un año logró sacar del borde de la muerte a Íngrid Betancourt. “Era como alimentar a una niña. Tocaba casi obligarla” dice Pérez al narrar a SEMANA que la candidata presidencial renunció a vivir y duró más de dos semanas sin probar alimento, sumida en una profunda depresión. “En ocasiones sólo le daba un mordisco a una galleta, y el resto lo guardaba, pero no seguía comiendo… Es increíble, pero todo el mundo se escandalizó con la foto de ella, y ahí ya estaba mucho mejor. Cómo hubiera sido si la hubieran visto antes”.
Íngrid reconoció los cuidados de William. “Estoy viva gracias a él”, dijo en sus primeras intervenciones al llegar a Bogotá. Él recibe esas palabras con genuina modestia: “Fue un apoyo mutuo. La fortaleza de ella era mi fortaleza, y la fortaleza mía era la de ella”, responde. Pero la verdad es que Pérez se convirtió en el ángel de la guarda de todo aquel que tuvo la fortuna de compartir cautiverio con él. Incluso ayudó a sus captores en situaciones tan dramáticas como la de una guerrillera a la que ya le habían practicado seis abortos y tenía un flujo constante. “Estaba prácticamente podrida por dentro”, dice. Pero logró detenerle la hemorragia.
Este militar oriundo de Riohacha, Guajira, ha estado secuestrado la tercera parte de la vida. Hoy, con 33 años, cuenta que era enfermero en la Brigada Móvil No. 3 en El Billar, Caquetá, cuando su unidad fue atacada por la guerrilla el 3 de marzo de 1998. Allí 65 de sus compañeros murieron y él fue secuestrado junto con otros 42. “Me pasé las 25 horas del combate recogiendo a los heridos, y tratando de moverlos, pero no había como. Nos atrincheramos hasta que se acabó la munición y nos agarraron”. Justo ese día le habían concedido un permiso para ir a visitar su familia, pero el destino le deparaba 10 años de separación.
Al otro lado del país, su madre, Carmen, esperaba impaciente a su hijo en una finca en la que asistía a un retiro espiritual. No tenía radio ni televisión y presentía que algo había pasado, por lo que, como no llegaba, casi no durmió en una semana. Al regresar a Riohacha un hermano suyo le dio la noticia y entonces comenzó su dura experiencia. Tuvo que entregar muestras para que se hicieran pruebas de ADN, pues no se sabía si su hijo estaba entre los cuerpos encontrados. Varias semanas después se confirmó que había sido secuestrado.
La vida de William Pérez ha estado marcada por su entrega por los demás. “Siempre haz lo correcto” solía decirle su madre. Sus consejos y las enseñanzas recibidas en la Iglesia Cristiana Pentecostal Unida inspiraron la vocación de servicio que lo caracteriza.
En el barrio Cooperativo donde vivían, recuerdan cómo desde pequeño William era tranquilo, reservado y sobre todo, comprometido con su familia. De hecho, llegó al Ejército por esa razón. En esa época la plaza de mercado donde él trabajaba iba a ser trasladada y él veía que los cambios no le iban a permitir tener mayores ingresos para ayudar a sus padres y sus seis hermanos.
En la selva organizó un grupo de oración y lectura de la Biblia. “Tu santa presencia deseamos tener, el tiempo vuela y nosotros dormimos, por eso te pedimos tu santo poder”, dice uno de los cánticos que le daban más confianza.
Entre oraciones y medicamentos el cabo Pérez se sobrepuso de forma admirable a la tragedia, incluso sin perder el humor. Recuerda que en una ocasión les contó a sus captores que, para mayor ironía, hizo su primaria en el colegio Che Guevara y ellos se echaban a reír. “Esa gente no tiene nada, no tiene ideología. Tienen la cabeza vacía”, dice. Hizo decenas de poemas y dibujos que enviaba a sus seis hermanos y a sus 11 medio hermanos. “Es tanto lo que se hizo querer, que hoy todos celebramos como una gran familia”, cuenta su hermana mayor Ruth. Incluso en sus cartas pidió que destinaran parte de su sueldo a la educación de los menores.
Pocas veces se le vio quebrantado, salvo a finales del año pasado, cuando dejó de recibir mensajes de su familia por la radio. “Sólo vuestro olvido podrá mantener bajo llave mi alma alegre guajira”, escribió con dolor en una de las últimas pruebas de supervivencia que envió. Luis Eladio Pérez, el político liberado hace poco, llevó este mensaje a sus familiares, quienes quedaron sorprendidos. Luego descubrieron que la emisora que transmitía sus mensajes no tenía difusión nacional. De igual manera, las fallas que hubo recientemente en las comunicaciones de su región no le permitieron a Pedro, su padre, enviarle su último mensaje antes de morir el 19 de mayo, justo tres días antes del cumpleaños 33 de su hijo.
Cuando llegó al Hospital Militar para los chequeos de rigor, William fue recibido como el héroe que es, en medio de aplausos, abrazos y espontáneos que querían tomarse fotos con él. Fue allí donde aprendió Enfermería entre septiembre de 1995 y diciembre de 1996. “Me metí a Enfermería para que me trasladaran y poder conocer Bogotá. Pero aquí descubrí que tenía vocación”, dice, como contando una pilatuna.
Sus conocimientos fueron decisivos en la selva. Cuando la guerrilla le negaba la medicina a alguno de sus compañeros porque les caía mal, se las ingeniaba para dársela. “Pedía droga para uno que estaba sano, para podérsela dar al enfermo”, cuenta. Pero no siempre pudo ser útil. Uno de esos momentos críticos en que la guerrilla le impidió actuar fue en el parto de Emmanuel. “Yo estaba en el alojamiento de al lado y todos le rogaron a ‘Martín Sombra’ para que yo atendiera a Clara, pero simplemente no quiso”. Y uno de sus pacientes, el capitán Julián Guevara, quién sufría de epilepsia, se enfermó y murió sin los cuidados necesarios luego de que los separaron. Porque, como recuerda, allá nadie vale, ni siquiera Íngrid. Los guerrilleros le decían que: “Si ella no come y se muere, abrimos un hueco y la enterramos. Sin absolutamente ninguna preocupación”. Sólo los últimos meses esto cambió un poco.
Pero considera accesorios estos conocimientos médicos que le permitieron curar a sus compañeros y a él mismo (sufrió tres veces de leishmaniasis en los últimos dos meses). Pues su principal vocación es otra. “Soy militar primero y después enfermero. Mañana me dan armamento y arranco para allá”. Por eso fue una gran satisfacción para él saber que será ascendido al rango de sargento viceprimero.
Por eso, dice con firmeza que no va a descansar hasta que estén libres todos los secuestrados. Sin duda lo logrará, tal vez no desde el campo de batalla, pero sí con el ejemplo moral que ha traído a la tropa, o con la fe que ha despertado en el país.