lunes, 3 de agosto de 2009

El Universo Aislado de los Menonitas en la Colonia Pinondi


BOLIVIA-. ( AGENCIALAVOZ.COM ) A unos 15 kilómetros de la pequeña ciudad de Charagua, en el sureste de Bolivia, una estrecha carretera de tierra llena de baches conduce a un mundo que vive en el pasado. Se parece al de los conocidos amish, con quienes comparten raíces pero mantienen diferencias (como las relativas al uso de la tecnología, respecto al cual los amish suelen ser más restrictivos).


Este universo aislado se llama Colonia Pinondi. Tiene casi 3.000 habitantes. Es uno de los 50 asentamientos menonitas del país. Una cuadrícula de caminos, también sin asfaltar, sirve para desplazarse dentro de ese mundo. Pero no en automóvil, sino en unas pequeñas carrozas tiradas por caballos llamadas buggies.
Cada pocos metros aparece una casa. Todas tienen paredes de ladrillo y tejado de calamina ondulada. Están habitadas por personas cuyo aspecto físico contrasta fuertemente con el de los bolivianos.
Los menonitas son muy altos, tienen rasgos angulosos y -casi todos- pelo rubio y ojos azules. Los hombres se visten con overol o mono de granjero y sombrero de cowboy; las mujeres, con vestidos largos estampados con motivos florales y un gran sombrero blanco. Niños y niñas son copias en miniatura de los adultos. Todos tienen nombres bíblicos.
Hace tres años, Jacob Teichroeb dirigía una de las tres mayores queserías de esta colonia. Su padre, el dueño del negocio, estaba planeando instalar una maquinaria nueva para producir mozzarella. El proyecto se vio frustrado. “Los ministros vinieron diciendo que sería malo para la religión”, explica Jacob, de 32 años. “Son muy cerrados.
Los ministros piensan que todo lo nuevo es malo, y no dejan libertad a la gente. Mi padre tuvo que abandonar sus intenciones. Si no, lo hubieran expulsado. El progreso es un monstruo a ojos de los viejos”.
Esta tendencia a evitar el progreso es una de las características de los menonitas. Sin teléfono, ni televisión, ni Internet, se mantienen desconectados del mundo, “fuente de tentaciones”.
Surgieron en el siglo XVI como grupo cristiano anabaptista de origen germánico. Perseguidos en sus tierras de origen, establecieron colonias en los países que les permitían conservar su forma de vida.
Procedentes de asentamientos de Paraguay, México y Canadá, comenzaron a llegar en 1954 a Bolivia, donde se encuentran algunas de las comunidades más aisladas. El medio centenar de colonias del país, de entre 1.000 y 6.000 habitantes cada una, se reparten por los departamentos de Santa Cruz, Beni y Tarija.
Según la Conferencia Mundial Menonita, sus fieles se encuentran en más de 60 países. Los hay completamente integrados en la sociedad moderna, sobre todo en los países del Primer Mundo (en España han surgido ocho iglesias en los últimos 40 años). Los más conservadores se llaman Old Colony. Viven en el continente americano y pueden llegar a ser más tradicionales que algunos amish.
La colonia Pinondi, como todas las de Bolivia, es una de estas comunidades Old Colony. Entre los pilares de su economía están la agricultura, destacando la producción de soja, y la ganadería bovina, especialmente dedicada a la obtención de leche para su producto estrella: el queso. En la quesería de Jacob no se para. “Aquí recibimos la leche de cuatro campos. Unos 6.000 litros diarios. Compro la leche a 1,20 bolivianos y vendo el kilo de queso a 12 bolivianos (1,20 euros). Como necesito 9,3 litros de leche para hacer un kilo de queso y tengo seis empleados… ¡Vivo de las pérdidas! Subsistimos porque formamos una cooperativa con el almacén, que también es de mi padre. Pagamos con productos. Así ocurre en casi todas la colonias”.
Estos alamacenes son pequeñas tiendas que ofrecen alimentos, telas y recambios para maquinaria. Lo justo para no tener que ir a la ciudad. “Vendemos el queso a los bolivianos. Ellos entran con camiones para llevárselo a Tarija y a Santa Cruz”, prosigue Jacob. “Tienen que venir a la colonia con frecuencia, ya que, al estar hecho con leche fresca, el queso no dura mucho. Nos gustaría montar una pasteurizadora, pero tampoco nos dejan los ministros”. -¿No se cansa de esta falta de libertad? -¡Claro! He pensando en marcharme a una colonia más permisiva, pero es complicado. Tendría que buscar una casa allí, un trabajo… Además, mis padres y hermanos están aquí.
Reconozco que todas estas normas ponen freno a nuestro trabajo. ¿Ha visto los tractores de la colonia? ¡Está prohibido poner neumáticos de goma! Tenemos ruedas de hierro que sólo aplastan la tierra y consumen mucho más gasóleo.
“Lo de las ruedas de hierro en los tractores tiene un motivo”, argumenta Jacob Wiebe, obispo menonita de la colonia de Nueva Esperanza (al este de Santa Cruz). “Con la llanta de fierro no se puede correr. Sólo sirve para trabajar. Si ponemos goma los jóvenes correrán. Ya pasa en otras colonias donde está permitido. Además, pueden ir a la ciudad. Y nosotros no queremos poner facilidades para que eso ocurra”.-Podrían ir a la ciudad en el buggy… -El buggy no alcanza. La ciudad está demasiado lejos y el caballo se cansa.
El obispo constituye aquí la máxima autoridad. Hay uno por cada colonia, con ministros repartidos por los diferentes campos. Su función es cuidar de que los menonitas vayan “por el camino angosto”. Sus cargos son vitalicios. Son elegidos tras muchos días de oración, esperando a que el Espíritu Santo ilumine la decisión. Sólo son elegibles los hombres bautizados, casados y con hijos que hayan demostrado cualidades especiales como padres. Aseguran no recibir remuneración alguna. “De eso se encargará el de arriba después”, explica el obispo Jacob Wiebe.
“Nuestra religión es así. Queremos ser atrasados para no ser orgullosos. Sólo gastamos electricidad de generador para trabajar”. A sus cerca de 60 años, la austeridad de Jacob queda patente en su raído overol de granjero.
No han escuchado hablar de personajes como Michael Jackson, Madonna, Messi o Maradona. Ni siquiera los más jóvenes. “La música también está prohibida”, proclama Peter Groening, uno de los ministros de la colonia Nueva Esperanza. “Aturde el espíritu, lo mismo que el alcohol. Es más peligroso en los jóvenes, que sienten curiosidad por todo. A veces hemos tenido problemas con drogas. Eso es mucho más grave”.
Muchos menonitas no sólo ven razonables todas estas limitaciones, sino que intentan buscarlas. Un alto porcentaje de los que residen en Bolivia proceden de colonias extranjeras donde las costumbres se han relajado. Que este país tenga el menor índice de desarrollo humano (IDH) de Suramérica y una renta per cápita, según el Fondo Monetario Internacional, de poco más de 1.700 dólares puede representar para algunos más una ventaja que un inconveniente. Es el caso de Isaac Banman y de su esposa, Susana. Hoy viven en Durango, una colonia de unos 3.000 habitantes. “Llegamos de una colonia de Paraguay. Muchos tienen allí camionetas y motos. Algunos se emborrachan. A veces, se matan en accidentes.
Nos trasladamos a Bolivia para criar a nuestros hijos porque aquí todavía todo está muy pobre y atrasado. Es mejor así”. Isaac, de 46 años, y Susana, de 41, tienen 12 hijos: ocho chicos y cuatro chicas. No forman una familia especialmente numerosa entre los menonitas, donde existen matrimonios con hasta veinte hijos. Su casa es amplia, pero austera. Hay pocos muebles y son muy sencillos. A la hora de la cena se reúnen todos en torno a una gran mesa levemente iluminada por farolillos de queroseno. Antes de comer se bendice la mesa en silencio, con la cabeza gacha y las manos juntas sobre el regazo. La relación con Dios es siempre íntima. Los niños se irán después a dormir los primeros.
Hacia las seis y media de la mañana los caminos se llenan de niños rumbo a la escuela. En Swift Current, colonia de 2.500 habitantes situada a unos 45 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, los alumnos esperan al profesor jugando en el patio. Las risas se escuchan desde mucha distancia ante el silencio que preside el paisaje. El profesor Frans Peters, de 42 años, llega en su buggy. Abre las puertas para que entren los alumnos. Ellos, por una puerta, y ellas, por otra. Todos en pie, entonan una serie de cantos religiosos en lengua plattdüütch, un dialecto antiguo del alemán medieval por el que se comunican los menonitas.
Normalmente, sólo los hombres son capaces de hablar en español. Lo aprenden al hacer negocios con los bolivianos. Frans explica lo que dicen los niños de su clase esta mañana. Uno ha preguntado: “¿Cómo es la cosa cuando un hombre tiene dos mujeres?”. Todos contestan: “Esto está mal porque Dios quiere que cada hombre tenga una sola mujer”. Frans asegura que cuando sean mayores, estos niños no irán a la universidad. Su aprendizaje se centrará en el estudio de la Biblia y aritmética básica. “Los menonitas estudiamos lo justito para hacer la vida en la granja. Si los jóvenes saben mucho, igual quieren marcharse”. En estas sociedades patriarcales, los varones están destinados a ocupar todos los cargos dirigentes. Prácticamente todas las mujeres se dedican a tareas de la casa y a cuidar de su numerosa prole.
Siempre preocupado por mantenerse separados del mundo, los menonitas se enfrentan ahora a una amenaza que por primera vez viene de dentro. La policía boliviana detuvo el pasado mes de junio a ocho miembros de Manitoba, colonia de algo más de 2.000 habitantes situada a unos 150 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, por haber violado presuntamente a 100 mujeres de su propia comunidad. Según el rotativo cruceño El Deber, el fiscal del caso aseguró que “los acusados aprovechaban la oscuridad de la noche para aproximarse a las viviendas de los comunitarios y echar un spray narcotizante por las ventanas y puertas, durmiendo así a los ocupantes.
Posteriormente, violaban a las mujeres en estado de inconsciencia”. Las mujeres violadas declararon al fiscal que, cuando amanecían sin ropa interior, pensaban que habían sido violadas por el demonio. Al poco tiempo de conocerse estos hechos se descubrió otro caso similar en la colonia Riva Palacios, donde varias familias acusan a un vecino de haber abusado sexualmente de 24 mujeres.Al margen de escándalos, los menonitas de Bolivia luchan por mantener sus rutinas. Los sueños y esperanzas suelen centrarse en cosas muy sencillas.
En el deseo de que todo siga igual, que las cosechas sean buenas y que puedan conservar su aislamiento. Los feligreses siguen el culto del domingo en la iglesia de la colonia Pinondi. Unas gotas tamborilean sobre el techo. Cuando la lluvia aprieta, los hombres salen corriendo a cubrir con plástico los asientos de los buggies aparcados junto a la puerta. Hay miradas sonrientes. El ministro sigue con la ceremonia. No llovía casi nada desde cinco meses atrás. Los campos estaban demasiado secos. Todos respiran aliviados: “Este año la cosecha se salvará”. Y con ella, ese universo hermético a 15 kilómetros de la pequeña ciudad de Charagua donde todos se esfuerzan por seguir “el camino angosto”.

 
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