PERU.-(AGENCIALAVOZ.ORG)Diversos grupos de travestis, transgéneros, transexuales, gays y bisexuales participaron el último fin de semana en la Marcha del Orgullo, que inauguró la alcaldesa (bueno, es un decir, está de licencia hace siete meses) Susana Villarán.
Disculpen la pregunta, pero ¿de qué diablos se enorgullecen?
No nos malinterpreten. No cabe duda que durante siglos se manejó el tema de la homosexualidad de una manera injusta y hasta inhumana. Aún hoy en día, en algunos países musulmanes, los homosexuales son ahorcados, lo cual nos parece aberrante y condenable bajo todo punto de vista.
Pero en Occidente nos hemos ido al otro extremo, de la persecución a la apología. La Sra. Villarán, como se sabe, impulsa una ordenanza municipal que sancionaría con S/. 1,080 a los establecimientos que no coloquen un cartel con la frase: “Este local promueve la igualdad por identidad de género y orientación sexual”. Asimismo, contempla la anulación de la licencia.
Hasta 1973, como señalamos aquí en varias ocasiones, la homosexualidad era considerada un trastorno mental. Ese año, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) decidió retirarla de su lista de enfermedades. La explicación oficial fue que la acción vino motivada tras una “completa revisión científica” sobre el tema. La verdad es que la APA sucumbió a las presiones de un cada vez más agresivo lobby gay, el mismo que logró que en 1990 la Organización Mundial de la Salud eliminara el homosexualismo de su listado de enfermedades mentales.
Ahora la homosexualidad es una “opción” y pobre de aquel que se atreva a disentir. Hace unos años, en España, un catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense, Aquilino Polaino Lorente, dijo en una audiencia del Senado –que lo llamó para escuchar su opinión sobre la adopción de niños por parejas homosexuales– que para el desarrollo psicoemocional de un infante “es preciso la comparecencia de hombre y mujer como figuras de padre y madre respectivamente”. Lo hicieron trizas en los medios por expresar algo de puro sentido común. Porque lo “normal” es presentar la homosexualidad como expresión altamente enriquecedora del ser humano.
Hemos llegado a un punto tal que si una persona proviene de una familia tradicional (es decir, donde el padre es hombre y la madre, mujer, lo que está a punto de convertirse en pieza de museo) hace gala de patriotismo, practica alguna religión monoteísta y es heterosexual, se le considera un retrógrado.
En esto, como en tantas otras cosas, la contracultura progre ha triunfado en toda la línea en su objetivo de erosionar las bases del sistema de vida occidental y hacer posible el sueño gramsciano de una sociedad en la que familia, tradición moral y propiedad privada sean piezas de museo.
Ahora, para que nos consideren “políticamente correctos”, hay que ser no solo celosos defensores del medio ambiente y de los derechos humanos de los terroristas, enemigos de la globalización y la economía de mercado, pacifistas a ultranza y adalides del relativismo ético. También debemos aplaudir si un par de drag queens se besan en nuestro restaurante favorito o en la puerta de la escuela a la que van nuestros hijos. Si nos indignamos o protestamos, somos fascistas despreciables.
Bienvenidos al siglo XXI. Francamente, extrañamos a Pedro Picapiedra.