por el Hermano Pablo
( AGENCIALAVOZ ) Aldo Parravicini, italiano de cuarenta y seis años, cargó su escopeta. Era un claro día de otoño, cerca de Milán, propicio para cazar patos. Pero no eran patos lo que él pensaba cazar. Una idea obsesiva, clavada como puñal en su cerebro, lo dominaba esa mañana.
Aldo llegó a su trabajo, en una fábrica de muebles de Lissone, suburbio industrial de Milán. Y sin decir una sola palabra, sellada su boca por un agobiante problema psicológico, abrió fuego contra cinco de sus compañeros. Mató a dos e hirió a tres.
«Súbito acceso de locura», anunciaron los diarios de Milán que comentaron el suceso.
La frase «súbito acceso de locura» no siempre expresa una verdad. Es rarísimo que un ataque de locura estalle súbitamente. Esos accesos repentinos obedecen más bien a causas que se van acumulando y que forman una carga emocional que de repente estalla.
En el caso de Aldo Parravicini la causa acumulativa fueron las continuas burlas de las que él era objeto. Sus compañeros de trabajo lo trataron con crueldad. Se ensañaron con un defecto físico que lo caracterizaba. Y día tras día, año tras año, las burlas cayeron sobre él como cuervos sobre una osamenta.
El hombre soportó con paciencia, con resignación, con humildad, esa lluvia lenta pero cargada de burlas. Hasta que un día el equilibrio de su cerebro se rompió, y en un súbito ataque de locura descargó la carga acumulada durante años.
Nunca sabremos el daño que nuestras burlas les causan a los demás. A veces nos parece una genialidad, algo digno de elogio. Pero un mote que le ponemos a una persona que provoca la risa de todos, un chiste que lanzamos a la cara de alguien para humillarlo, una palabra de doble sentido que decimos (que para nosotros es fruto de la chispa que nos caracteriza), puede dar como resultado una profunda herida en nuestro prójimo.
La Biblia tiene una advertencia para los burlones. Un día unos muchachos se burlaron de Eliseo, profeta de Dios, a causa de su pronunciada calvicie. «Al instante —dice la historia sagrada— dos osas salieron del bosque y despedazaron a cuarenta y dos muchachos» (2 Reyes 2:23‑24).
Sólo Cristo, con su maravillosa justicia y armonía, puede darnos en el corazón la perfecta medida de la armonía y la justicia, para nunca hacerle daño al prójimo ni herir a nadie.
Aldo llegó a su trabajo, en una fábrica de muebles de Lissone, suburbio industrial de Milán. Y sin decir una sola palabra, sellada su boca por un agobiante problema psicológico, abrió fuego contra cinco de sus compañeros. Mató a dos e hirió a tres.
«Súbito acceso de locura», anunciaron los diarios de Milán que comentaron el suceso.
La frase «súbito acceso de locura» no siempre expresa una verdad. Es rarísimo que un ataque de locura estalle súbitamente. Esos accesos repentinos obedecen más bien a causas que se van acumulando y que forman una carga emocional que de repente estalla.
En el caso de Aldo Parravicini la causa acumulativa fueron las continuas burlas de las que él era objeto. Sus compañeros de trabajo lo trataron con crueldad. Se ensañaron con un defecto físico que lo caracterizaba. Y día tras día, año tras año, las burlas cayeron sobre él como cuervos sobre una osamenta.
El hombre soportó con paciencia, con resignación, con humildad, esa lluvia lenta pero cargada de burlas. Hasta que un día el equilibrio de su cerebro se rompió, y en un súbito ataque de locura descargó la carga acumulada durante años.
Nunca sabremos el daño que nuestras burlas les causan a los demás. A veces nos parece una genialidad, algo digno de elogio. Pero un mote que le ponemos a una persona que provoca la risa de todos, un chiste que lanzamos a la cara de alguien para humillarlo, una palabra de doble sentido que decimos (que para nosotros es fruto de la chispa que nos caracteriza), puede dar como resultado una profunda herida en nuestro prójimo.
La Biblia tiene una advertencia para los burlones. Un día unos muchachos se burlaron de Eliseo, profeta de Dios, a causa de su pronunciada calvicie. «Al instante —dice la historia sagrada— dos osas salieron del bosque y despedazaron a cuarenta y dos muchachos» (2 Reyes 2:23‑24).
Sólo Cristo, con su maravillosa justicia y armonía, puede darnos en el corazón la perfecta medida de la armonía y la justicia, para nunca hacerle daño al prójimo ni herir a nadie.