por el Hermano Pablo
(AGENCIALAVOZ) El médico forense se puso la bata, se calzó los guantes de goma, se ajustó la mascarilla y empezó la operación. Dio los primeros cortes en el cuerpo, abrió el diafragma, extrajo el estómago y el hígado, se los entregó a un laboratorista, y siguió trabajando ajeno a quien lo estaba mirando.
Quien lo estaba viendo todo era Kristine Guess, una joven horrorizada y asqueada, intensamente pálida y a punto de desmayarse. Deseaba huir cuanto antes de ese lugar, pero tenía que quedarse allí.
Un juez la había condenado a contemplar la autopsia del hombre que ella había matado con su auto mientras manejaba en estado de embriaguez. Todo esto ocurría en Fairfax City, Virginia, Estados Unidos.
He aquí un castigo que algunos consideraron excesivo, pero que la mayoría juzgó ejemplar. Una joven se dio el gusto de beber copas de más en una fiesta. Y a la medianoche, con los vapores del licor en la cabeza, arrancó su auto y partió para su casa.
Pero el torpor alcohólico es enemigo cruel. Al llegar a un cruce de calles, se saltó una luz roja, atropelló a un transeúnte y lo mató. El juez la condenó entonces a contemplar la autopsia, para que comprendiera de una vez la realidad de su delito.
Los antiguos romanos tenían penas similares. Muchas veces, cuando crucificaban a un criminal, a su víctima la ataban a la cruz junto con él. Así el criminal tenía tiempo, mientras el cadáver se iba descomponiendo, de pensar en el horror de darle muerte a un semejante.
El castigo más grande que sufrirá el pecador en el infierno no será necesariamente el ardor del fuego, sino el estar solo, por toda la eternidad, contemplando sus propios actos de pecado.
El criminal verá a su víctima agonizar sangrante. El adúltero contemplará sus adulterios, convertidos ahora en escenas asqueantes. El calumniador, el difamador, tendrá que escuchar, incesantemente, sus propias palabras malévolas. Cada uno tendrá que soportar su propio delito, experimentándolo en carne propia.
Hay una sola manera de escapar a este castigo. Es arrepentirse sinceramente de todo lo malo que uno ha hecho, y recibir a Cristo como Señor y Salvador.
Quien lo estaba viendo todo era Kristine Guess, una joven horrorizada y asqueada, intensamente pálida y a punto de desmayarse. Deseaba huir cuanto antes de ese lugar, pero tenía que quedarse allí.
Un juez la había condenado a contemplar la autopsia del hombre que ella había matado con su auto mientras manejaba en estado de embriaguez. Todo esto ocurría en Fairfax City, Virginia, Estados Unidos.
He aquí un castigo que algunos consideraron excesivo, pero que la mayoría juzgó ejemplar. Una joven se dio el gusto de beber copas de más en una fiesta. Y a la medianoche, con los vapores del licor en la cabeza, arrancó su auto y partió para su casa.
Pero el torpor alcohólico es enemigo cruel. Al llegar a un cruce de calles, se saltó una luz roja, atropelló a un transeúnte y lo mató. El juez la condenó entonces a contemplar la autopsia, para que comprendiera de una vez la realidad de su delito.
Los antiguos romanos tenían penas similares. Muchas veces, cuando crucificaban a un criminal, a su víctima la ataban a la cruz junto con él. Así el criminal tenía tiempo, mientras el cadáver se iba descomponiendo, de pensar en el horror de darle muerte a un semejante.
El castigo más grande que sufrirá el pecador en el infierno no será necesariamente el ardor del fuego, sino el estar solo, por toda la eternidad, contemplando sus propios actos de pecado.
El criminal verá a su víctima agonizar sangrante. El adúltero contemplará sus adulterios, convertidos ahora en escenas asqueantes. El calumniador, el difamador, tendrá que escuchar, incesantemente, sus propias palabras malévolas. Cada uno tendrá que soportar su propio delito, experimentándolo en carne propia.
Hay una sola manera de escapar a este castigo. Es arrepentirse sinceramente de todo lo malo que uno ha hecho, y recibir a Cristo como Señor y Salvador.