Por Dr. Daniel L. Bustamante
Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en Su Nombre, viendo las señales que hacía, pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues El sabía lo que había en el hombre”. S. Juan 2:23-25
El que había asombrado con su conocimiento a los doctores de la ley. El hijo de José y María, que había venido de Nazaret, el que trabajó con sus manos en la carpintería de su padre. Aquel que tenía palabras de consuelo para los que sufrían, que sanaba a los enfermos, que restauraba a los que habían caído, que hablaba con autoridad, que reprendía a los religiosos en pro de la verdad, que podía decirle, como a la Samaritana, quienes eran y como vivían. Este Jesús era el Hijo de Dios.
Sus milagros eran verdad y no sugestiones. Estos milagros apoyaban su Naturaleza Divina. Su mensaje de Salvación era el Mensaje de Dios. El había venido al mundo “para buscar y salvar lo que se había perdido”, nosotros los seres humanos, objeto y objetivo de la Salvación de Dios, del amor de Dios, de Su gran misericordia, para todo aquél que quiera confiar en El. Muchos creyeron en El. Algunos quizás movidos por una emoción momentánea, otros por algún tipo de conveniencia, otros por recibir el beneficio de la sanidad, pero otros con sinceridad de corazón, recibiendo la Vida Eterna.
Las señales que El hacía, eran propicias para que los siempre quieren sacar ventaja, quisiesen aprovecharse de El, pero la Biblia nos enseña que Jesús conocía los pensamientos de ellos, a El no lo podían engañar. Sí es cierto, no podemos engañar a Dios. Los hombres podemos engañarnos entre nosotros, pero no podemos colocarnos una máscara de cristianos frente a Dios porque El conoce nuestra realidad. Nuestra apariencia puede engañar a los otros seres humanos pero nunca podrá engañar a Dios.
¡Señor ayúdame a ser un auténtico cristiano siendo obediente a Ti!
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