ESPAÑA-. ( AGENCIALAVOZ.ORG )Un pastor evangélico iraní está a punto de ser ejecutado por abjurar del Islam y convertirse al cristianismo. Lo que fue la más espantosa de las prácticas del Medievo, quemar en la hoguera a herejes, apóstatas y ateos, sigue siendo norma en el mundo islámico, donde el solo hecho de abandonar la religión oficial lleva a la muerte.
En su sátira literaria, Cándido, Voltaire cuenta cómo dos pobres hombres fueron inmolados en la hoguera por haber dejado en un almuerzo el tocino de un cerdo, lo que de inmediato los convirtió en sospechosos de ser secretamente judíos y por tanto fueron condenados. El suplicio se administró en un "Auto de Fe" realizado unos meses después del gran terremoto de Lisboa (1755) en el que murieron unas 60 mil personas. Para mostrar arrepentimiento ante Dios por suponer que esa catástrofe era un castigo por las licenciosas costumbres lusitanas, nada mejor que quemar y ahorcar a unos cuantos infieles.
Voltaire pudo reírse a carcajadas de las supersticiones de sus contemporáneos sin que lo mandaran al asador, una risa que terminó con el filósofo exiliado en Suiza pero que, pocos años más tarde, llevó a la separación del Estado y la religión al ser derrocada la monarquía en Francia entre 1789 y 1793. Ese es el paso que falta dar en el mundo islámico, retomar la gran reforma de Ataturk en Turquía, hace casi cien años, pero que el actual dictador Erdogan está maquinando para revertir.
La intolerancia a otras formas de religiosidad y de espiritualidad es el recurrente horror de todas las épocas, lo esencial de movimientos mesiánicos, de doctrinas absolutistas, de sectas que se creen en posesión de la verdad absoluta. Talibanes, marxistas, fundamentalistas islámicos, dictadores y grotescos déspotas a lo Fidel Castro y Hugo Chávez, se creen designados por las deidades para propagar sus doctrinas y perseguir a quienes piensan distinto, se oponen, critican y, lo primordial, razonan.
Nada les irrita más que se burlen de sus defectos
A partir del resquebrajamiento de los equilibrios políticos y militares del Medio Oriente propiciados por el expresidente Carter, sociedades que habían aprendido a convivir con otras confesiones religiosas (budistas y cristianos en Iraq y Afganistán, coptos en Egipto, como ejemplo) se han vuelto en extremo intolerantes y han llegado al extremo de incendiar templos y asaltar iglesias. El más repugnante de los últimos incidentes es el asalto a la embajada de Israel en El Cairo y los asesinatos de cristianos en Iraq.
A esto se agrega el recrudecimiento de la represión contra disidentes en Cuba para detener una protesta silenciosa por el desplome económico, como las persecuciones en Irán y otros países del Medio Oriente.
El factor común en estos horrores es imponer mordazas, negar a otros el derecho a expresarse, perseguir al crítico, ahogar el debate. Hubo un obispo en el Medievo que mandó clavarle la lengua en la puerta de la iglesia a un cura suelto de ella, lo que, si recordamos las penas a la hoguera de que hablamos, era un acto piadoso.
Sobran los que maquinan formas de silenciar, amordazar y obligar a la autocensura, sobre todo bajo regímenes que no resplandecen por sus capacidades, sus convicciones morales o su probidad. Nada molesta más al tuerto y al cojo que otros hablen de sus pequeños defectos, o peor todavía, que se rían como Voltaire con su Cándido.