EEUU.-(AGENCIALAVOZ) Todos los muertos serán bautizados algún día mormones. Al menos, todos los muertos de los que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (IJSUD) tenga constancia escrita de que hayan existido. Así comienza un artículo de Justo Viladesans publicado por La Gaceta. Todo gira en torno a la pregunta que se hace Pablo en la carta a los Corintos 15,29: “¿Por qué, pues, se bautizan por los muertos?”. Lo peliagudo no está en la respuesta (no hay), sino en la pregunta. A algunos, como a las sectas heréticas de los marcionitas y los montanistas, les sedujo la idea de que los muertos se pudieran bautizar “por poderes” y así salvar sus almas. Pero el bautismo es único y debe ser recibido en vida, y lo contrario es herejía y paganismo, como sentenció en el año 393 el Concilio de Hipona. Mil ochocientos años más tarde, Joseph Smith, el iluminado estadounidense que fundó la secta de los mormones, restableció “la doctrina gloriosa del bautismo por los muertos”. Esa obra piadosa para un mormón –y equivocadísima para la Iglesia católica y el resto del cristianismo– sólo tiene un requisito: conocer el nombre del fallecido por el que un vivo se bautiza. Microfilmando en el mundo entero Por eso, a finales del siglo pasado, la IJSUD, siguiendo la doctrina de Smith, buscó libros de Registro de nacimientos y muertes por toda la Unión. Pronto, la primera habitación de la llamada Sociedad Genealógica de Utah, fundada en 1894, quedó pequeña para los tesoros registrales que allí se guardaban. En aquellos preciosos libros se podía seguir, por ejemplo, el paso por este mundo de un inmigrante mallorquín que hubiera llegado a la isla Ellis en busca de fortuna, con quién casó, dónde vivió, el hecho cierto de su muerte… Millones de personas, millones de combinaciones y un descomunal árbol genealógico que servía tanto para los propósitos de salvar sus almas como de unir a las familias para siempre en las verdes praderas del Edén (los mormones son muy literales en lo que se refiere a las bondades del Paraíso y aseguran que la familia permanecerá junta en la misma casa) como de conservar la genealogía del mundo. Entre tanta fantasía malinterpretada, la Sociedad Genealógica de Utah pensó que es un lugar inseguro para los tesoros. Con toneladas de dinamita, hacia 1950, los ingenieros mormones taladraron una montaña de adamelita en Little Cottonwood y construyeron una fortaleza inexpugnable a prueba de bombas nucleares y con unas puertas de acero de treinta y dos toneladas. Todos los registros fueron microfilmados y conservados en almacenes estancos con aire acondicionado; políticos mormones de otras partes del mundo proporcionaron las coartadas legales para que los seguidores de Smith se hicieran con los registros de parroquias, registros civiles e incluso de los centros de inmigración. Pronto, la montaña de granito custodiaba los nombres de más de 2.300 millones de personas de los 50.000 millones que los mormones estiman que han vivido en la Tierra desde que el mundo es mundo. A mediados de la década de los 70, el éxito lo desbordó todo. Un gran número de conversos al mormonismo requirió los servicios de la Sociedad Genealógica para indagar en su pasado y hallar los nombres de sus antepasados a los que quería bautizar, pero la Iglesia no podía pagar los servicios de genealogistas profesionales, por lo que se negó. Sin un nombre que bautizar, los fieles y los sacerdotes protestaron. El entonces cabeza de la Iglesia, el profeta David McKay, ordenó que los nombres se extrajeran de los registros sin importar si tenían descendientes mormones o no, y se entregaran a los templos para su bautismo. El cambio era notable. El presidente Theodore Burton, en 1975, ponía nombre al mecanismo por el que el mundo entero –conocido y registrado– se haría mormón: “Programa de Extracción Controlado”. Un dato concreto: en 1981, cuatro millones de almas se bautizaron en los templos mormones. De ellos, sólo 49.800 fueron personas vivas. De ese programa, su nombre, el suyo, sí, el de usted que me lee, será extraído algún día. Y será mormón.