La mitad eran mujeres y niños que celebraban la Pascua en un parque de Lahore, donde se explosionó un suicida talibán |
Nadie espera que por sí solo el régimen de Islamabad haga algo para cambiar el trágico estado en que vive la minoría cristiana. La indiferencia —vestida de impotencia— con que las autoridades de Pakistán responden a atentados terroristas como los registrados ayer en Lahore refleja el chantaje que imponen los partidos ultrarreligiosos musulmanes, y más aún la cultura general de un país acostumbrado a tratar a los no mahometanos como ciudadanos de segunda.
Ha sido el enésimo ataque contra cristianos, esta vez no en una iglesia sino en un parque donde mujeres y niños celebraban la Pascua. Pasada la conmoción de los primeros momentos la situación volverá a ser, desgraciadamente, la misma: no habrá guardias especiales para los templos, ni protestas por parte del clero musulmán paquistaní, ni detenciones o juicios para los islamistas responsables (el Gobierno se escuda en el colapso de la Justicia, que tiene más de un millón de casos paralizados).
Son algunas de las discriminaciones cotidianas que padece la minoría cristiana de Pakistán, católica y protestante, que constituye el dos por ciento de sus 180 millones de habitantes.
La afrenta más publicitada en el exterior es, también, la más lacerante: la llamada «ley de la blasfemia», que permite a tres musulmanes ponerse de acuerdo para encerrar en la cárcel o condenar a muerte a un cristiano si le acusan de haber insultado a Mahoma o al Corán. El caso de Asia Bibi —la cristiana paquistaní condenada a la pena de muerte por beber de la misma tinaja que sus vecinas musulmanas— es el icono del martirio diario que, en días como ayer, adquiere proporciones gigantescas.