por el Hermano Pablo
( AGENCIALAVOZ ) Cuando Jim Stanford, un anciano de ochenta y dos años, partió de Alaska en su auto, hacía frío. Salió pisando nieve, soportando vientos polares, con una temperatura de diez grados bajo cero. Pero cuando detuvo su auto en el desierto de Utah debido a fallas mecánicas, había un calor de 43 grados sobre cero.
Allí comenzó la lenta agonía del anciano. El camino era muy solitario. No pasaron ni autos ni camiones por tierra, ni sobrevolaron helicópteros en el cielo. El anciano comenzó a sentirse débil, fatigado, agotado. Escribió en su diario de viaje las palabras: «Todavía sin ayuda». Y murió poco tiempo después.
Sin saberlo, se hallaba a sólo dos kilómetros y medio de una casa habitada.
Fue tremendo el final de aquel anciano. Había hecho su fortuna trabajando en Alaska. Ya retirado de los negocios, quiso visitar a unos amigos de la infancia que vivían en Utah. Así que tomó su auto y comenzó el viaje de tres mil kilómetros. En el desierto se perdió, y su auto se descompuso. Y murió, «todavía sin ayuda», según sus propias palabras, a dos kilómetros y medio de donde había ayuda.
Es terrible cuando tiene que escribirse o decirse esta frase acerca de alguna persona: «sin ayuda». Pensemos, por ejemplo, en el enfermo desahuciado de los médicos, al que hay que decirle: «La ciencia no tiene ayuda para usted.»
Pensemos en el hombre condenado a muerte, cuyos abogados apelan a todos los recursos posibles para salvarlo. Pero todos los recursos fallan, y tiene que escuchar la fatídica frase: «No logramos conseguir ayuda.»
Pensemos en el hombre de negocios, que está al borde de la ruina económica y necesita perentoriamente un préstamo de millones de pesos. Acude a todos los lugares posibles, sin obtener nada. La frase «sin ninguna ayuda» parece el fin de todo.
Pensemos en todo moribundo que al sentir —porque el instinto no engaña— que ha llegado el último momento de su vida, se da cuenta de que no está preparado para morir. En este caso, la frase «todavía sin ayuda» suena como la sentencia final.
Sin embargo, hay ayuda. Siempre hay ayuda cercana para los que estamos pasando alguna angustia. Es la ayuda que puede prestar Cristo, el Señor resucitado, glorificado y triunfante, que jamás desoye un clamor de ayuda. «Clama a mí y te responderé», dice el Señor (Jeremías 33:3). Cristo siempre está a la mano.
Allí comenzó la lenta agonía del anciano. El camino era muy solitario. No pasaron ni autos ni camiones por tierra, ni sobrevolaron helicópteros en el cielo. El anciano comenzó a sentirse débil, fatigado, agotado. Escribió en su diario de viaje las palabras: «Todavía sin ayuda». Y murió poco tiempo después.
Sin saberlo, se hallaba a sólo dos kilómetros y medio de una casa habitada.
Fue tremendo el final de aquel anciano. Había hecho su fortuna trabajando en Alaska. Ya retirado de los negocios, quiso visitar a unos amigos de la infancia que vivían en Utah. Así que tomó su auto y comenzó el viaje de tres mil kilómetros. En el desierto se perdió, y su auto se descompuso. Y murió, «todavía sin ayuda», según sus propias palabras, a dos kilómetros y medio de donde había ayuda.
Es terrible cuando tiene que escribirse o decirse esta frase acerca de alguna persona: «sin ayuda». Pensemos, por ejemplo, en el enfermo desahuciado de los médicos, al que hay que decirle: «La ciencia no tiene ayuda para usted.»
Pensemos en el hombre condenado a muerte, cuyos abogados apelan a todos los recursos posibles para salvarlo. Pero todos los recursos fallan, y tiene que escuchar la fatídica frase: «No logramos conseguir ayuda.»
Pensemos en el hombre de negocios, que está al borde de la ruina económica y necesita perentoriamente un préstamo de millones de pesos. Acude a todos los lugares posibles, sin obtener nada. La frase «sin ninguna ayuda» parece el fin de todo.
Pensemos en todo moribundo que al sentir —porque el instinto no engaña— que ha llegado el último momento de su vida, se da cuenta de que no está preparado para morir. En este caso, la frase «todavía sin ayuda» suena como la sentencia final.
Sin embargo, hay ayuda. Siempre hay ayuda cercana para los que estamos pasando alguna angustia. Es la ayuda que puede prestar Cristo, el Señor resucitado, glorificado y triunfante, que jamás desoye un clamor de ayuda. «Clama a mí y te responderé», dice el Señor (Jeremías 33:3). Cristo siempre está a la mano.