Escrito Por: Wenceslao Calvo
´…sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre,no sea que habiendo sido heraldo para otros,yo mismo venga a ser eliminado.´(1 Corintios 9:27)
( AGENCIALAVOZ ) Hace pocos días saltaba la noticia de las millonarias indemnizaciones que la Iglesia Católica en Estados Unidos va a pagar a los perjudicados por los casos de pederastia cometidos por algunos sacerdotes. Probablemente se trata de uno de los escándalos más sonados en el mundo de la religión en los últimos tiempos, aunque los delitos fueron cometidos hace ya años, siendo el daño ocasionado a la credibilidad de dicha Iglesia mucho más difícil de cuantificar que las grandes sumas de dinero empleadas para resarcir a los perjudicados. Sin embargo, de alguna manera escándalos de ese tipo no sólo salpican a la institución directamente afectada sino, por extensión, a toda la comunidad creyente, sea la confesión que sea, porque son ocasión de descrédito para la fe cristiana en su totalidad. Por otro lado, los casos que de forma intermitente delatan corrupción entre los que se han consagrado al servicio de Dios, no están circunscritos a un determinado sector sino, tristemente, abarcan todo el arco de confesiones que engloba al cristianismo. Y así como esta noticia sacaba a la luz que hay sacerdotes hallados culpables de pederastia, otras noticias desvelan ocasionalmente que hay pastores encontrados en adulterio o en malversación de bienes, por poner dos ejemplos. La corrupción es algo inherente a la naturaleza humana y los escándalos ministeriales son tan viejos como el ministerio mismo. La historia muestra que se trata de una constante en el tiempo y de un peligro siempre acechando, con la única diferencia de que actualmente, con los medios de comunicación, su alcance y sus desastrosas repercusiones son infinitamente mayores de lo que eran antes. Pero en esencia la naturaleza del problema es la misma. Quisiera con este artículo iniciar una serie sobre este devastador fenómeno que parece ir en aumento, no con la intención de sentarme en el tribunal, porque ´el que piensa estar firme, mire que no caiga´, sino a fin de de advertirme a mí mismo y al que leyere, para no caer en ello. A tal fin haré uso de ocho casos representativos de corrupción ministerial descritos en las páginas de la Biblia, los cuales, aunque registrados hace dos mil y tres mil años, no parece que el tiempo haya pasado por ellos, lo que nos muestra, por una parte, el realismo y la actualidad de la Biblia, y por otra, la uniformidad de la naturaleza humana, sea la del segundo milenio antes de Cristo o la del tercer milenio después de Cristo. Los ocho casos que trataré son los siguientes:
• Corrupción por debilidad de carácter.
• Corrupción por debilidad de carácter.
• Corrupción por ambición de poder.
•Corrupción por codicia material.
• Corrupción por inmoralidad sexual.
• Corrupción por contemporizar con los poderosos.
• Corrupción por apatía espiritual.
• Corrupción por relajamiento.
• Corrupción por conveniencia política.
Estos casos representativos nos muestran el amplio abanico de flancos y peligros a los que estamos expuestos los que servimos a Dios. Y aquí no hay diferencia: tanto los novatos como los veteranos en el ministerio, somos por igual blanco potencial de caer en uno o más de esos peligros. De ahí que todos aquellos jóvenes que deseen consagrarse a ese servicio han de examinarse a sí mismos, para que sus motivaciones sean rectas y no movidas por algún interés espurio. Y los que llevamos tiempo hemos de tener sumo cuidado, no sea que comencemos a descansar en nuestra propia capacidad o experiencia, en lugar de seguir dependiendo de Dios, y caigamos en aquello de lo cual estamos advirtiendo a otros. Las consecuencias de la corrupción ministerial se dejan sentir, por lo menos, en tres esferas: 1. La primera y más evidente es el derrumbe personal del individuo mismo, al convertirse en una patente contradicción. Si su llamamiento y enseñanza van por un lado y su vida por otro, entonces su autoridad queda por los suelos porque el testimonio, la viga maestra que debe sostenerla, está carcomido. 2. La segunda, y consecuencia de la anterior, es el efecto destructor en los de su entorno. Spurgeon hace esta acertada reflexión: ´Sucede con nosotros y nuestros oyentes, lo que con los relojes de bolsillo y el reloj público: si el de nuestro propio uso anduviese mal, con excepción de su respectivo dueño, pocos se engañarían por su causa; pero si el de un edificio público tenido como cronómetro llegare a desarreglarse, una buena parte de su vecindario desatinaría en la medida del tiempo. No es otra cosa lo que pasa con el ministro; él es el reloj de su congregación; muchos regulan su tiempo por las indicaciones que él hace, y si fuere inexacto, cual más, cual menos, todos se extraviarían, siendo él en gran manera responsable de los pecados a que haya dado ocasión.(1) En otras palabras, con la corrupción del ministro del evangelio sobreviene la confusión, el desánimo y el escándalo en otros. No en vano está escrito: ´Hiere al pastor y serán dispersadas la ovejas.´ (Zacarías 13:7). 3. Además de las ya de por sí gravísimas consecuencias mencionadas, hay una tercera que añadir. La de dar ocasión a los enemigos del evangelio de blasfemar o denigrar a Dios, como le reprochó Natán a David: ´…con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos del Señor…´ (2 Samuel 12:14). ¡Qué temor y temblor debiera inspirar en nosotros la perspectiva de convertirnos en piedras de tropiezo! No es extraño que ante ella, el mismísimo apóstol Pablo tomara todas las precauciones y medidas, tal como el texto superior nos enseña.