Por Maritza Ulate
EE.UU-. ( AGENCIALAVOZ.COM ) La honestidad es uno de los valores universales que propician la sana convivencia entre individuos y grupos.
Pero, en una sociedad altamente secularizada como en la que vivimos actualmente, la honestidad ha dejado de ser una norma de comportamiento, y al igual que otros valores, ha sido relegada, por muchos, a un simple discurso o postura pública, sin mayor consecuencia en las decisiones y acciones de tos individuos.
Corrupción, engaño, deslealtad, todas ellas diferentes caras de un mismo mal: la falta de honestidad que caracteriza a nuestra generación.
Desde las más altas esferas del quehacer público, pasando por todos los niveles institucionales y hasta la intimidad de los hogares, este mal se extiende silencioso, menoscabando la posibilidad de una sociedad más justa, mas equilibrada, más próspera.
Lo paradójico es que todos estamos prontos a señalar al político corrupto, al funcionario público que actúa con eficiencia solo ante la posibilidad de una “mordida" y aun al cónyuge infiel, sin embargo, con la misma prontitud justificamos nuestros pequeños engaños, mentiras, complicidades y deslealtades.
Las justificaciones son muchas: "si no lo hago yo, alguien más lo hará de todas formas', 'se merecen que actúe así porque no me han sabido valorar, 'si todos lo hacen, por qué no he de hacerlo yo', "es imposible salir adelante, si no se muerde un poco por aquí y un poco por allá".
Los razonamientos parecen tan válidos que es casi imposible no dejarse seducir por ellos y es justamente esta la razón por la cual ser honesto es una virtud cada vez más extraordinaria.
El doble discurso en relación a la honestidad está tan generalizado, que no es extraño ver a padres y madres, que fervientemente tratan de inculcar este valor en sus hijos e hijas, caer ante los propios ojos de sus pequeños.
"Mi amor, no hay que mentir" dice la madre de forma enfática: sin embargo, al llegar tarde con la pequeña a la citadel dentista no repara, ante la carita confundida de su hija, en inventar la más extraordinaria historia para justificar su impuntualidad.
"Jamás deben robar' explica el padre con la debida sobriedad a sus hijos, después de haber abastecido con los suministros de la oficina las cartucheras escolares.
Definitivamente, ser honesto no es fácil, pero es que frecuentemente todo lo bueno es difícil. La falta de honestidad carcome, carcome el espíritu, la familia, la nación... Ser honesto, y transmitir este valor a los hijos, es un compromiso diario y una responsabilidad de todos, no importa lo que cueste.
Sin lugar a duda a todos nos gustaría vivir en una sociedad libre de corrupción, en la que políticos y funcionaros públicos honestos fuesen la regla y no la excepción. No obstante, esto no va a suceder sin que cada uno asuma la responsabilidad de actuar con honestidad en todos los ámbitos de la vida y en todas las circunstancias que nos toque vivir.
Corrupción, engaño, deslealtad, todas ellas diferentes caras de un mismo mal: la falta de honestidad que caracteriza a nuestra generación.
Desde las más altas esferas del quehacer público, pasando por todos los niveles institucionales y hasta la intimidad de los hogares, este mal se extiende silencioso, menoscabando la posibilidad de una sociedad más justa, mas equilibrada, más próspera.
Lo paradójico es que todos estamos prontos a señalar al político corrupto, al funcionario público que actúa con eficiencia solo ante la posibilidad de una “mordida" y aun al cónyuge infiel, sin embargo, con la misma prontitud justificamos nuestros pequeños engaños, mentiras, complicidades y deslealtades.
Las justificaciones son muchas: "si no lo hago yo, alguien más lo hará de todas formas', 'se merecen que actúe así porque no me han sabido valorar, 'si todos lo hacen, por qué no he de hacerlo yo', "es imposible salir adelante, si no se muerde un poco por aquí y un poco por allá".
Los razonamientos parecen tan válidos que es casi imposible no dejarse seducir por ellos y es justamente esta la razón por la cual ser honesto es una virtud cada vez más extraordinaria.
El doble discurso en relación a la honestidad está tan generalizado, que no es extraño ver a padres y madres, que fervientemente tratan de inculcar este valor en sus hijos e hijas, caer ante los propios ojos de sus pequeños.
"Mi amor, no hay que mentir" dice la madre de forma enfática: sin embargo, al llegar tarde con la pequeña a la citadel dentista no repara, ante la carita confundida de su hija, en inventar la más extraordinaria historia para justificar su impuntualidad.
"Jamás deben robar' explica el padre con la debida sobriedad a sus hijos, después de haber abastecido con los suministros de la oficina las cartucheras escolares.
Definitivamente, ser honesto no es fácil, pero es que frecuentemente todo lo bueno es difícil. La falta de honestidad carcome, carcome el espíritu, la familia, la nación... Ser honesto, y transmitir este valor a los hijos, es un compromiso diario y una responsabilidad de todos, no importa lo que cueste.
Sin lugar a duda a todos nos gustaría vivir en una sociedad libre de corrupción, en la que políticos y funcionaros públicos honestos fuesen la regla y no la excepción. No obstante, esto no va a suceder sin que cada uno asuma la responsabilidad de actuar con honestidad en todos los ámbitos de la vida y en todas las circunstancias que nos toque vivir.