ESPAÑA-. ( AGENCIALAVOZ.COM ) El domingo 2 de marzo de 1958 las iglesias protestantes en España celebraron un “Día Especial de Oración” para implorar a Dios a favor de las parejas que querían contraer matrimonio civil y no podían. Esto evidenciaba la magnitud del problema.
La carta circular enviada a las iglesias decía: “En vista de la grave situación a que hemos llegado en lo concerniente a matrimonios civiles en casi toda España, se ha sentido la conveniencia de celebrar un “Día Especial de Oración” en todas las Iglesias evangélicas de nuestro país. A tal efecto se ha señalado el día 2 de marzo como fecha en que todos los creyentes de nuestras congregaciones nos unamos en súplica ardiente ante el Trono de la Gracia para pedir la intervención de Dios en tan angustioso problema”. Los autores de la carta calificaban la situación de los jóvenes protestantes que querían contraer matrimonio civil como grave y angustiosa. Y lo era. Pero aquél no era un problema de Estado. Era un problema de Iglesia católica, que imponía al Estado sus intereses, avaricias y caprichos. La intransigencia católica tenía un doble objetivo: Dificultar el matrimonio a los protestantes que habían abandonado la Iglesia de Roma e impedir que católicos nominales, fríos en la fe o contrarios a la Iglesia, que en aquellos tiempos abundaban tanto como ahora, pudieran casarse civilmente. En defensa de esta postura la Iglesia alegaba que, según su dogma, el bautismo es un sacramento. Es decir, un signo visible que encierra la gracia invisible. Por lo mismo, el sacramento del bautismo imprime carácter indeleble, o sea, una vez bautizado el niño queda convertido en católico por los siglos de los siglos amén. Así como el Vaticano consiente en anular matrimonios católicos por defectos de forma, nunca ha anulado un bautismo infantil. La llave para el matrimonio civil estaba en poder de la Iglesia católica. El artículo 42 del Decreto gubernamental de 26 de octubre 1956 decía textualmente. “Si se tratare de bautizados en la Iglesia católica, o de aquellos que convertidos a ella hayan apostatado posteriormente e intentaren contraer matrimonio civil entre si o con persona católica, una vez hecha la ratificación el juez informará de la petición a la Autoridad Eclesiástica Diocesana de su territorio”. ¡El caos! La nueva disposición gubernamental entregaba a los aspirantes al matrimonio civil en manos de la autoridad católica. Con esto los jueces se descargaban de un gran peso. Ya no eran ellos quienes tenían que decidir casar o no casar. Que decidiera el obispo. Pero los señores obispos, antiprotestantes ellos, de hecho, anti todo lo que no les aportara algún beneficio, mantenían en sus despachos los expedientes matrimoniales meses y meses, sin enviar al juez su conformidad. Otras veces, decididos a que los protestantes no contrajeran matrimonio civil, ponían objeción tras objeción para terminar denegando rotundamente la petición por cualquier insignificancia. Los jueces se encogían de hombros. Nada podían hacer. Cuando los novios se personaban ante ellos les decían que el asunto estaba en manos de las autoridades de la Iglesia católica. ¿Extraña? En aquella España en la que la Iglesia católica contribuyó a la sublevación militar del 16 de julio 1936, que apoyó la guerra desde las alturas del Vaticano, que impuso sus leyes oscurantistas al país, el obispo tenía más poder que el juez, más poder que el gobernador, tanto poder como Franco, y en algunas cuestiones más que Franco. He de decir, en justicia y en verdad, que no todos los obispos actuaban de la misma forma. Algunos, más impuestos en derechos humanos y en libertad de conciencia, respondían al juez en el plazo fijado y el matrimonio civil se llevaba a cabo sin más dilación. Esto dio lugar a confusión. Novios de Barcelona se comunicaban con novios de Sevilla. El protestantismo, entonces, era una pequeña familia en la que todos, más o menos, se conocían. -Yo no he tenido problema en mi petición de matrimonio civil, comunicaba el novio catalán a su amigo lejano. -Pues yo llevo más de un año esperando, respondía el sevillano. Ante la confusión reinante entre el clero católico, el embajador del Vaticano en España, al que llaman nuncio, envió una carta circular a todas las diócesis españolas aconsejando a los obispos que adoptaran una misma actitud, que evitaran discriminación y desigualdad al autorizar el matrimonio civil. Dicha carta fue publicada en la revista católica ECCLESIA el 6 de abril 1957. La carta del nuncio no solucionaba nada. Una carta escrita al estilo Torquemada, Jaime Balmes o Menéndez y Pelayo, a quienes la palabra ultra no basta para definir su espíritu intolerante, su antiprotestantismo. Esto decía el enviado del papa a España: “Los excelentísimos señores obispos, por medio de los párrocos u otras personas que considerasen idóneas, procurasen disuadir, con toda caridad y prudencia a los interesados en tan deplorable propósito, haciéndoles comprender las consecuencias de orden espiritual y moral a que se encaminan, y conminándoles con las penas que se citan en el siguiente número 3”. Las penas eran de excomunión, condenados al infierno. A mí no me visitó ningún cura para convencerme de consecuencia alguna. Tuve amigos de mi edad que sí fueron llamados a presencia del párroco. No lograron resultado alguno. Quienes pedíamos matrimoniar por lo civil éramos jóvenes protestantes de fe arraigada y nadie podía torcer la firmeza de nuestras convicciones. ¿Qué hacían las parejas? ¡Desesperarse, indignarse! El juez no podía autorizar el matrimonio civil si antes no lo autorizaban los curas. Y éstos ponían todas las trabas que sus mentes eran capaces de imaginar. Unos decidían celebrar la ceremonia de boda en la Iglesia evangélica. Ante Dios se consideraban casados, pero para el Estado y para la Iglesia católica vivían en concubinato. Otros se sometían y optaban matrimoniar por la Iglesia católica. Un pastor asturiano cuyo nombre omito defendió esta alternativa. Dijo que “la misión de las iglesias evangélicas es la de predicar el Evangelio de gracia, no hacer de agencia matrimonial”. Pero los más optaron por no resignarse y luchar por sus derechos civiles. El 14 de octubre 1954 una comisión de líderes evangélicos envía una carta al ministro de Justicia pidiendo que solucione el problema de los matrimonios civiles. En aquel entonces era ministro de Justicia Manuel Iturmendi, católico de misa diaria. Ni siquiera se dignó contestar a la carta. Se la pasaría al embajador del papa y éste la tiraría al cesto de los papeles. En febrero 1962 la situación adquirió tintes dramáticos. La Dirección General de Registros y del Notariado contestó negativamente a la petición de once matrimonios civiles, algunos de los cuales llevaban hasta cuatro años esperando a que su petición fuera resuelta. La Comisión de Defensa Evangélica, humillada e indignada, acordó elevar un escrito al Tribunal Supremo. Tampoco dio resultado. Los obispos católicos tenían mando y poder para decidir en todos los estamentos oficiales, hasta en el despacho particular del general Franco. ¡Cuatro años esperando a que el obispo de la diócesis autorizara al juez para que éste decidiera casar por lo civil!. Otra pareja madrileña, Mario Garralón y Carmen García, presentaron en el juzgado la documentación requerida para contraer matrimonio civil. Hubieron de esperar tres años a que el obispo diera vía libre al juez. En Villarrobledo, provincia de Albacete, llevé personalmente el expediente de una pareja, Juan Ródenas y Gloria, solicitando el matrimonio civil. Eran miembros de la iglesia evangélica que yo regentaba. Juan y yo depositamos toda la documentación en el juzgado. Pasaba el tiempo, y nada. Al año voy a Villarrobledo, me entrevisto con el juez, me dice que toda la documentación estaba en el juzgado de La Roda. Voy a la Roda. Me recibe el juez y en mi presencia llama por teléfono a su colega en Villarrobledo. Cuelga el auricular y me asegura que los papeles están en Villarrobledo. Regreso allí. Otra vez en presencia del juez. Le hago saber mi condición de periodista. Lo amenazo con un escándalo internacional. El buen hombre me abre su corazón y me dice: “Usted lleva razón. Pero el señor cura me tiene dicho que en tanto él sea párroco de este pueblo aquí no se casa ningún protestante por lo civil”. Optamos por hacer una ceremonia de boda en la iglesia. Cuando a Juan y Gloria les autorizaron el matrimonio civil ya tenían tres hijos. Al cura lo habían cambiado de parroquia. Al inicio de los años 60 hubo alguna apertura por parte de los jueces. Pero el problema de los matrimonios civiles no quedó resuelto hasta la primera Ley de libertad religiosa en junio 1967. Antes de esa fecha, casarse y morirse era todo un vía crucis para los protestantes. Ya llegaremos a los muertos.